Quiénes observan el mercado y quiénes lo construyen

2025 nos ha recordado algo esencial que muchos parecían haber olvidado: en las finanzas contemporáneas no gana quien más arriesga, sino quien entiende el riesgo, lo mide con precisión y, sobre todo, ejecuta con inteligencia. Ha sido un año de aparente serenidad, de titulares que hablan de estabilidad y de curvas que parecen planas, pero también de una profunda agitación subterránea que sólo perciben quienes observan con atención. Bajo la superficie, la volatilidad sigue viva, los tipos de interés se han asentado en niveles que obligan a pensar de manera diferente, y el acceso a capital se ha transformado en un arte reservado para quienes saben estructurarlo con visión.

En este contexto, la volatilidad ya no es sinónimo de amenaza, sino una fuente de oportunidad para quienes han aprendido a leerla. Aunque los mercados aparenten calma, los spreads, las divisas y las materias primas continúan moviéndose con la discreción de un péndulo constante. Y esa oscilación silenciosa, que antes generaba ansiedad, hoy puede convertirse en una aliada. Las empresas e inversores que comprenden cómo aprovecharla lo hacen a través de coberturas sencillas, ya sea de tipos, de divisas o de commodities, y mediante la introducción de cláusulas de pricing dinámico en contratos y acuerdos de financiación. De este modo, la volatilidad deja de ser un enemigo invisible para transformarse en un componente gestionable que permite estabilizar márgenes sin renunciar al crecimiento.

Al mismo tiempo, los tipos de interés han regresado a lo que podríamos llamar una “normalidad histórica”. Después de una década de dinero barato y de viento de cola que empujaba a las empresas casi sin esfuerzo, el entorno financiero ha recuperado su rigor. Este regreso a la normalidad implica, inevitablemente, un cambio de mentalidad. Ya no se trata de crecer a cualquier precio, sino de hacerlo con eficiencia. Por eso, cada trimestre se vuelve imprescindible revisar precios, plazos y márgenes, renegociar el coste marginal de los fondos con las entidades financieras y diversificar las fuentes de financiación para reducir la dependencia.

En realidad, la diferencia entre sobrevivir y prosperar radica hoy en la capacidad de convertir el ROIC (retorno sobre el capital invertido) en un criterio operativo tangible, más allá de la teoría financiera. Las empresas que internalizan este principio no se conforman con presentar balances atractivos: se obsesionan con que cada euro invertido genere retorno superior a su coste de capital. Este enfoque, aparentemente técnico, es en verdad una filosofía empresarial. La era de las decisiones impulsadas por la abundancia ha terminado; comienza la era de la disciplina racional.

Por otro lado, el acceso a capital ha cambiado radicalmente su lógica. Si hace algunos años el dinero fluía con facilidad y las rondas de equity parecían interminables, hoy el capital ha vuelto a seleccionar a sus interlocutores. El mercado premia la calidad por encima del volumen. El equity se ha vuelto más exigente y el private credit (en sus diferentes modalidades, desde unitranche hasta mezzanine) ha emergido como un instrumento que permite financiar el crecimiento sin perder el control. Las estructuras híbridas, que combinan deuda flexible con earn-outs para alinear incentivos, ofrecen una alternativa poderosa a la dilución tradicional del accionariado.

Este nuevo paradigma no significa que el capital se haya cerrado, sino que ha elevado sus estándares. Las empresas más exitosas son aquellas que, lejos de lamentar la escasez, diseñan su financiación con precisión quirúrgica. Comprenden que la velocidad y el control son tan valiosos como la liquidez, y que una estructura de capital bien orquestada puede ser una ventaja competitiva en sí misma.

De cara a 2026, se abren dos caminos posibles. En el escenario base, con tipos estables o ligeramente a la baja y una progresiva apertura de los mercados, el private credit seguirá consolidándose como un actor central del ecosistema financiero. Las compañías que consigan optimizar su capital y ejecutar con rapidez las integraciones o expansiones previstas serán las que capitalicen este entorno. Sin embargo, también debemos contemplar un escenario de estrés. Un repunte de la volatilidad provocado por tensiones geopolíticas o por un rebote inflacionario no es una hipótesis remota. En ese caso, triunfarán aquellas organizaciones que ya hayan definido coberturas específicas, precios móviles y, sobre todo, una férrea disciplina de caja.

Por todo ello, podemos afirmar que 2025 ha sido un año de depuración. Un filtro que ha separado a quienes viven de los relatos financieros de quienes se concentran en la ejecución. Las compañías que han sobrevivido a este proceso son las que han comprendido que la ingeniería financiera no se mide por la complejidad de las estructuras, sino por su claridad y su capacidad para sostener la estrategia operativa. Así, mientras 2026 asoma con la promesa de mayor apertura y competencia, el mensaje permanece inalterable: gana quien ejecuta. Y en los próximos meses, ese principio aparentemente simple, pero profundamente transformador, seguirá marcando la diferencia entre quienes observan el mercado y quienes lo construyen.

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