Facilitar la movilidad es abrir puertas al progreso de las personas y, por ende, de los países.
El termino movilidad, según el diccionario, quiere decir “cualidad de movible”, “moverse por sí o por impulso ajeno”. Aunque durante los últimos 20 años hemos ampliado su significado considerablemente…
Desde luego, me siento incapaz de calcular lo que podríamos llamar el costo total de la movilidad. Tampoco me referiré al costo para las empresas o para el estado. Aquí me quiero limitar al costo directo que un individuo tiene en sus desplazamientos con fines privados y para su acceso al trabajo o centro de estudios. No incluiremos los costos de desplazamiento que se realizan por cuenta de un empleador, ni los costos indirectos que pagamos vía impuestos para subvencionar un transporte público o construir una red vial.
Como es obvio, este costo, en gran medida, depende de circunstancias personales, como la distancia del domicilio particular al trabajo o universidad, si se utiliza coche propio o transporte público y si una parte del trabajo se realiza de forma remota o no. Simplificando al extremo y utilizando diferentes fuentes, desde la UE hasta estudios de consultoras, me atrevo a generalizar y proponer la cifra del 12%. Es decir, que un ciudadano medio gasta en su propia movilidad un 12% de sus ingresos netos. Sobra decir, que esta aproximación del costo es imperfecta e inversamente proporcional al nivel de ingresos de la persona. Lo que implica, que el porcentaje es mayor en Bulgaria que en Luxemburgo y mayor para el pobre que para el rico.
Pero en cualquiera de los casos, es una partida importante del presupuesto familiar y una que siempre estamos interesados en reducir o, al menos, controlar. Por ello, medidas como la subvención de transportes públicos o el hacer deducible para las empresas las ayudas a la movilidad privada de sus empleados, son siempre pasos hacia adelante. En la “sociedad del bienestar” como la que aspira a ser la UE, en mi opinión, un transporte público urbano y suburbano accesible, eficiente y gratis para el usuario, sería una de las condiciones necesarias.
La movilidad personal es, sin duda, uno de los motores de la movilidad social. Llamo aquí “movilidad social” a la capacidad de progresar y ascender en la pirámide económica de la sociedad. Sólo hace falta recordar el enorme impacto de la invención del automóvil en la transformación y progreso de la sociedad en el siglo pasado. Si queremos irnos más lejos aún, recordemos el impacto del invento de las carreteras en el imperio persa y luego en el romano. Y por utilizar también un ejemplo mas reciente, muchos recordamos el impacto cuando se eliminaron las fronteras en la UE.
Como decía antes, el costo de la movilidad es inversamente proporcional a la riqueza. Y, en la UE, a veces olvidamos que estamos en una burbuja privilegiada. Si, por ejemplo, miramos a las megaciudades de Latinoamérica como Méjico y San Pablo, podemos apreciar el impacto de una “mala” movilidad. O la falta de beneficios de una “buena” movilidad. Ciudades donde quizás más de 5 o 6 millones de personas tardan más de tres horas diarias en acceder a su trabajo o centro de formación. El transporte público es deficiente y no alcanza a cubrir las necesidades, y tiene que ser complementado con un transporte “informal” que muchas veces es poco fiable, irregular y, muchas veces, inseguro. Pues es claro que esto reduce las oportunidades de acceder a formación, a trabajos mejor remunerados y por lo tanto a la “movilidad social” que mencionábamos antes. Según el BID (Banco Interamericano de Desarrollo), el impacto de la “mala movilidad” en San Pablo y en Méjico representa una pérdida del 6 al 8% del PIB de la ciudad.
Creo firmemente que la movilidad es uno de los derechos fundamentales y así debe tratarse. Facilitar la movilidad es abrir puertas al progreso de las personas y, por ende, de los países. Y me atrevo a sugerir que se le debiera tratar, en los presupuestos del estado, de forma comparable a como tratamos la educación y la sanidad.
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